Genghis Khan (1162-1227), cuyo imperio mongol se extendía
desde el este de Europa hasta el Mar de Japón, llegó un día con su ejército a
China y a Persia, y conquistó muchas tierras. En todos los países, los hombres
referían sus hazañas, y decían que desde Alejandro Magno no existía un rey como
él.
Una mañana, cuando descansaba de sus guerras, salió a cabalgar
por los bosques. Lo acompañaban muchos de sus amigos. Cabalgaban jovialmente, l
levando sus arcos y flechas. Sus criados los seguían con los perros. Era una
alegre partida de caza. Sus gritos y sus risas resonaban en el bosque.
Esperaban obtener muchas presas. En la muñeca, el rey llevaba su halcón
favorito, pues en esos tiempos se adiestraba a los halcones para cazar. A una
orden de sus amos, echaban a volar y buscaban las presas desde el aire. Si veían
un venado o un conejo, se lanzaban sobre él con la rapidez de una flecha. Todo
el día Genghis Khan y sus cazadores
atravesaron el bosque, pero no encontraron tantos animales como esperaban. Al
anochecer emprendieron de regreso. El rey cabalgaba a menudo por los bosques, y
conocía todos los senderos. Así que mientras el resto de la partida tomaba el camino
más corto, eligió un camino más largo por un valle entre dos montañas. Había
sido un día caluroso, y el rey tenía sed. Su halcón favorito había echado a
volar, y sin duda encontraría el camino
de regreso.
El rey cabalgaba
despacio. Una vez había visto un manantial de aguas claras cerca de ese
sendero. ¡Ojalá pudiera encontrarlo ahora! Pero los tórridos días de verano habían
secado todos los manantiales de montaña. Al fin, para su alegría, vio agua
goteando de una roca. Sabía que había un manantial más arriba. En la temporada
de las lluvias, siempre corría por allí un río muy caudaloso, pero ahora bajaba
una gota por vez. El rey se apeó del caballo. Tomó un tazón de plata de su
morral, y lo sostuvo para recoger las gotas que caían con lentitud. Tardaba
mucho en llenarse, y el rey tenía tanta sed que apenas podía esperar. En cuanto
el tazón se llenó, se lo llevó a los labios y se dispuso a beber. De pronto oyó
un silbido en el aire, y le arrebataron el tazón de las manos. El agua se
derramó en el suelo. El rey alzó lav ista para ver quien había hecho esto. Era
su halcón. El halcón voló de aquí para allá varias veces, y al fin se posó en
las rocas, a orillas del manantial. El rey recogió el tazón, y de nuevo se
dispuso a llenarlo. Esta vez no esperó tanto tiempo. Cuando el tazón estuvo
medio lleno, selo acercó a la boca. Pero apenas lo intentó, el halcón se echó a
volar y se lo arrebató de las manos. El rey empezó a enfurecerse
. Lo intentó de nuevo, y por tercera vez el halcón le
impidió beber. El rey montó en cólera. “¿Cómo te atreves a actuar así? ¡Si te
tuviera en mis manos te retorcería el cuello!”. Llenó el tazón de nuevo. Pero
antes de tratar de beber, desenvainó la espada: “Amigo halcón, esta es la
última vez”. No acababa de pronunciar estas palabras cuando el halcón bajó y le
arrebató el tazón de la mano. Pero el rey lo estaba esperando. Con una rápida
estocada abatió al ave. El pobre halcón cayó sangrando a los pies de su amo. “¡Ahora tienes lo que
mereces!”, dijo Genghis Khan. Pero cuando buscó su tazón, descubrió
que había caído entre dos piedras, y que no podía recobrarlo.
“De un modo u otro, beberé
agua de esa fuente”, se dijo. Decidió trepar la empinada cuesta que conducía al
lugar de donde goteaba el agua. Era un ascenso agotador, y cuanto más subía,
más sed tenía. Al fin llegó al lugar. Allí había, en efecto un charco de agua
¿pero qué había en el charco? Una enorme serpiente muerta, de la especie más
venenosa. El rey se detuvo. Olvidó la sed. Pensó sólo en el pobre pájaro muerto.
“¡El halcón me salvó la vida! ¿Y cómo le pagué? ¡Era mi mejor amigo y lo
he matado!”. Bajó la cuesta. Tomó suavemente al pájaro y lo puso en su morral. Luego
montó a caballo y regresó deprisa, diciéndose: “Hoy he aprendido una lección, y
es que nunca se debe actuar impulsado
por la furia"
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