Existía un monasterio que estaba ubicado en lo alto de la montaña. Sus monjes eran pobres, pero conservaban en una vitrina tres manuscritos antiguos, muy piadosos. Vivían de su esforzado trabajo rural y fundamentalmente de las limosnas que les dejaban los fieles curiosos que se acercaban a conocer los tres rollos, únicos en el mundo. Eran viejos papiros, con fama universal de importantes y profundos pensamientos.
El abad le dijo “Bueno, toma el tercer rollo. Si no se va a perder en el mundo algo muy valioso. Véndelo bien. Estamos en paz.”. Y lo dejó ir con el tesoro.
Los monjes no llegaron a comprender la actitud del abad. Estimaron que se había comportado débil con el rapaz y que era el monasterio el que había perdido. Pero guardaron silencio, y todos dieron por terminado el episodio.
Cuenta la historia que a la semana, el ladrón regresó. Pidió hablar con el padre superior: ” Aquí están los tres rollos, no son míos. Los devuelvo. Te pido en cambio que me permitas ingresar como monje. Cuando me alcanzaste, todo me esperaba menos que tuvieras la generosidad como para darme el tercer rollo, la confianza en mí como para creer el valor de mi necesidad y que todavía me dijeras que estábamos en paz, perdonándome con mucha sinceridad. Eso me ha hecho cambiar. Mi vida se ha transformado”.
Nunca ese hombre, había sentido la grandeza del perdón, la presencia de la generosidad excelente. El abad recuperó los tres manuscritos para beneficio del monasterio, ahora mucho más concurrido por la leyenda del robo y del resarcimiento. Y además consiguió un monje trabajador y de una honestidad a toda prueba.
El agresor espera agresión, no una respuesta creativa, inesperada, insólita. No sospecha, la conmoción, del poder incalculable de poner la otra mejilla.
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