En 1930 un joven viajero exploraba los Alpes Franceses. Llegó a una vasta extensión de tierra estéril. Estaba desolada. Era amenazante. Era horrible. Era el tipo de lugar del que uno sale huyendo de prisa.
Entonces, de repente, el joven viajero se detuvo sobre sus talones. En medio de este vasto desierto había un anciano encorvado. Sobre su espalda cargaba un saco de bellotas. En su mano había un trozo de tubo de hierro de metro y medio.
El hombre usaba el tubo de hierro para abrir agujeros en la tierra. Entonces, sacaba del saco que traía una bellota y la colocaba en el agujero. Luego, el anciano le dijo al viajero: “He sembrado más de 100,000 bellotas. Quizás tan solo una décima parte de ellas crecerán”. La esposa e hijo del anciano habían muerto, y esta era la manera como él había decidido invertir sus últimos años. “Quiero hacer algo útil”, dijo él.
Veinticinco años después, el ahora no tan joven viajero regresó al mismo paraje desolado. Lo que vio lo sorprendió. No podía creer lo que veían sus propios ojos. La tierra estaba cubierta con un hermoso bosque de tres kilómetros de ancho y ocho de largo. Las aves cantaban y los animales jugaban y las flores silvestres perfumaban el ambiente.
El viajero se quedó contemplándolo, recordando la desolación que alguna vez estuviese en su lugar; un hermoso bosque de robles ahora se levantaba allí -sólo porque alguien se interesó.
¿Acaso nosotros también estamos interesados en algo de valor? ¿Actuamos al respecto?
No nos cansemos de sembrar lo bueno... algún día germinará.
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